Una experiencia profunda


Este es, probablemente a pesar suyo, un libro de cuentos muy original. Las historias están unificadas por la mirada de su protagonista, una niña que cuento a cuento va creciendo y conociendo las maravillas y los límites de su mundo. Su vida transcurre en el campo, un espacio poco frecuentado por la literatura uruguaya y que se suele confundir con demasiada frecuencia con los pueblitos y villas del interior del país. El de Compaña es un campo sin electricidad ni agua corriente, a años luz de la telefonía móvil o de internet, donde el agua se acarrea en baldes desde el pozo, que está cerca del arroyo y lejos de la casa:  "de los míos" dice la niña "son trescientos veintisiete pasos". 

 Prácticamente solo hay paisaje: horizontes y cerros pautados por algunas personas, generalmente buenos vecinos dispuestos a colaborar. Todo es distancia. O lo que es lo mismo, oportunidad para observar, pensar y dejarse envolver por esa lógica de la naturaleza que es tan difícil de transmitir. 
Sin embargo las palabras de esta niña signada por la curiosidad logran comunicar siempre un estado de ánimo: los cuentos tienen ese final abierto que pide su continuación en el lector. En ellos el silencio, la distancia o el paisaje se pueden sentir. Esto no quiere decir que ocurran pocos hechos; al contrario, la lista de personajes que interactúan excede largamente los 45 cuentos que componen el libro. Los vemos intervenir perfectamente caracterizados y con una humanidad que sorprende, aunque muchas veces terminen callando, bajando la cabeza o sonriendo enigmáticamente.

Ocurre que las historias están narradas a una velocidad o con un timing que reclama la participación del lector. Hasta se podría pensar que el amplio abanico de situaciones que las originan (solo por mencionar algunas: un viaje en tren, una zambullida en un arroyo crecido, un baile en la escuela con una niña “diferente” –pobre y bruta– que es asociada a una vaca, un rancho donde viven devastados por la tragedia un padre y su hija, la cosecha de la remolacha, la muerte de un perro, etc) son anzuelos de una prosa que quiere ir más allá: pide instalarse en el lector a través de un estado de ánimo. 

Difícilmente se termine uno de los cuentos (que son breves, a veces de 3 o 4 páginas) con un sentimiento nítido; difícilmente se lean más de dos seguidos. Como ocurre con cierta poesía tienen una densidad que no pasa por el argumento y que convida a la pausa y a veces a la reflexión (por ejemplo, cuando la narradora concluye que “la pobreza de las cosas no sería nada si no fuera por este ánimo de que no hay vuelta; debe ser resignación”).

Una lectura superficial podría calificar a esta narrativa de ingenua o naif porque no se preocupa de grandes asuntos o porque narra con voz infantil, sin grandes complejidades, situaciones y personas sencillas. Habría que recordar que en literatura como en otras artes narrativas el tema es lo de menos. O como lo dijo mucho mejor Jorge Luis Borges:  “Toda literatura (me atrevo a contestar) es simbólica; hay unas pocas experiencias fundamentales y es indiferente que un escritor, para transmitirlas, recurra a lo fantástico o a lo real, a Macbeth o a Raskolnikov, a la invasión de Bélgica en agosto de 1914 o a una invasión a Marte”.
Lo importante es el sello personal, la comunicación a través de las palabras, que en este caso se da con una prosa límpida y ceñida, de una experiencia profunda.

Compaña (Yaugurú, 2016, 178 pags.) de Helvecia Pérez


Helvecia Pérez es socióloga, periodista y docente universitaria en Comunicación. Participó del taller de Mario Levrero durante siete años y este es su segundo libro de cuentos después de Palpites (2004). Felipe Polleri ha dicho que “este libro de cuentos, al que prefiero llamar novela, es un viaje a la poesía del paisaje campero y sus habitantes y también un viaje a nuestro pasado que sigue presente".


FRAGMENTO del cuento Viaje en tren

“Para ir a Montes tenemos que tomar el tren de las diez, en la Estación Andreoni, y para esto no hay más remedio que salir de casa mucho antes de que amanezca. Recién cuando andamos por la carretera un tiempo, a la luz de las estrellas, después de pasar por la escuela, se empiezan a ver los cerros azules; atrás de ellos aparecen unos tintes rojos. Por un largo rato caminamos mientras todo se va a aclarando, hasta que queda solo el lucero y con paso rapidito lo seguimos y lo seguimos. Más tarde, se dibujan en el cielo los dorados, el día despunta; mi madre dice que si seguimos por la carretera tendremos que caminar mucho, entonces agarramos un atajo, por el medio mismo del campo. Hay que cruzar y cruzar y cruzar alambrados, un potrero y otro, otro alambrado; las vacas nos miran ya despertadas y bostezando, les sale un humo blanco por la boca, nosotras dale que dale con los pasos y ellas nos miran, y aunque les pasemos cerquita no se mueven.

Cuando creo que se viene el final, sale el sol, y saltamos por la parte más angosta del arroyo. Ahí ya sólo tengo en la cabeza una pregunta: mamá, ¿cuánto falta, cuánto falta para llegar? Ella me responde: ya llegamos, ya llegamos, fatigada, con el bolso pesado, asegura que ya llegamos. (…) Solo campo, niun alma, no vive nadie en estos pagos, o nosotras elegimos el camino más apartado, no lo sé; sólo sé que cuando es casi media mañana mi madre dice: allá se ve. Allá, un puntito en el horizonte, no lo veo pero me lo imagino, debe ser la estación.
Llegamos, ni un solo descanso. Estamos todavía con tiempo libre, para cambiarnos las botas por los zapatos; las botas las dejamos escondidas en el hueco del ombú; el sol pica alto y hace brillar la estación: fierro caliente y desierto total; los rieles bajan la pendiente, a un lado y otro, parece que se juntan, pero no”.