Periodismo cultural radial del siglo XXI: algunas reflexiones
Es difícil
abordar una idea o visión sobre el actual periodismo cultural radial sin un
rodeo previo que, en mi caso –y pido disculpas por tamaño flashback– me
retrotrae casi tres décadas, a los primeros años ’90, cuando estudiaba Ciencias
de la Comunicación.
En aquellos años accedíamos a múltiples análisis que
intentaban prever por dónde y hacia dónde se dirigiría el desarrollo
exponencial de la cada vez más envolvente comunicación masiva.
Parados en el presente se podría decir –a riesgo de ser injusto con muchos– que nadie imaginó que el verdadero cambio en los medios se produciría por la sinergia de toda una batería de dispositivos disponibles en un mismo ambiente tecnológico. Hoy queda claro que lo que realmente está cambiando la naturaleza de la televisión (la idea de canal, de programación), el visionado del cine y muchas otras cosas más, es la gama de posibilidades que brindan los nuevos dispositivos que permiten el acceso a toda clase de contenidos. Que yo recuerde nadie lo destacaba a principios de los ‘90. O si lo hacía, era siempre pensando en el privilegiado círculo de los países de Europa y EE.UU. Nadie podía imaginar que un país como Uruguay podía igualar o incluso superar la cobertura de Internet por habitante de aquellos países. Era sencillamente un delirio imaginar que aquí pudiera haber algo como el Plan Ceibal.
Parados en el presente se podría decir –a riesgo de ser injusto con muchos– que nadie imaginó que el verdadero cambio en los medios se produciría por la sinergia de toda una batería de dispositivos disponibles en un mismo ambiente tecnológico. Hoy queda claro que lo que realmente está cambiando la naturaleza de la televisión (la idea de canal, de programación), el visionado del cine y muchas otras cosas más, es la gama de posibilidades que brindan los nuevos dispositivos que permiten el acceso a toda clase de contenidos. Que yo recuerde nadie lo destacaba a principios de los ‘90. O si lo hacía, era siempre pensando en el privilegiado círculo de los países de Europa y EE.UU. Nadie podía imaginar que un país como Uruguay podía igualar o incluso superar la cobertura de Internet por habitante de aquellos países. Era sencillamente un delirio imaginar que aquí pudiera haber algo como el Plan Ceibal.
Alguien podrá
argüir con razón que no está dentro de la misión de las ciencias, y menos de las
Ciencias de la
Comunicación, prever y mucho menos acertar, pero lo cierto es
que en aquellos años la inclinación por diagnosticar el futuro impregnaba casi
todas las discusiones.
Actualmente
los cientistas sociales no suelen hacer apuestas demasiado concretas. En parte
es lógico, en 25 años hemos experimentado un incremento extraordinario en la
comunicación tecnológica. El mail, el SMS, las redes sociales o el whatsapp o lo
próximo que aparezca se han ido sumando sin eliminar a ninguno anterior. Aunque
esto se sabía no deja de sorprender, sobre todo cuando se ve la magnitud y la
multiplicidad de ese crecimiento. Pareciera que la necesidad humana de comunicar no se saciara nunca o por lo menos
todavía no esté saciada: salvo el viejo télex todos los otros medios de
comunicación, incluido el fax, la carta o el telegrama, siguen usándose en
algún contexto. En cambio lo que sí tiene límite es la capacidad de atención. Es más fácil concentrarse en un solo tema
que en muchos y cuando hay demasiados, la atención se debilita. Ante la
catarata interminable de información la mente ya no se zambulle sino que
“surfea” los temas que interesan. Entre paréntesis, esto se nota en las nuevas
generaciones, que directamente ignoran la mayoría de los asuntos y se refugian
en unos pocos. Ya no existe para ellos la presión de “estar enterados”, el
deber que nos impulsaba a saber cosas que son “necesarias saber”. Al contrario,
frente a ese enciclopedismo anterior han desarrollado, por oposición, un cierto
prestigio de la ignorancia. “Eso no lo sé ¿y qué?” parecen decirnos –o lo dicen
directamente– cada vez que nos escandalizamos porque desconocen datos
elementales.
Como sea, en
gran medida somos lo que atendemos porque donde está nuestra atención, allí
estamos nosotros por entero (o al menos nuestra mente consciente). Ante el
inmenso flujo de información que recibimos la pregunta es cómo jerarquizar,
cómo decidir lo próximo a atender. Los jóvenes asumen una actitud que recuerda
al autismo: saben muy bien que no es posible atenderlo todo y quieren atender
lo que es de su interés. Quieren concentrarse. O dicho de otro modo, desde que
existe Wikipedia el enciclopedismo está perimido y ya no se esfuerzan por
alcanzarlo.
Dos anticipaciones contradictorias
Toda esto no
es una requisitoria para señalar la debilidad de pronóstico de las ciencias
sociales en algo tan dinámico como los medios de comunicación. Entre
paréntesis, iba a poner el adjetivo masiva,
pero pienso que con el desvanecimiento progresivo entre el espacio privado y el
público, hasta ese calificativo está en cuestión. En rigor todo mensaje privado
–sea enviado por un sms, email, whatsap o emitido en una red social– puede ser
masivo. En una frase que marca nuestra época
podemos decir que todo puede ser
viralizado. Esto tampoco fue previsto en los años 90, cuando la reflexión
iba hacia la defensa de la privacidad frente al avance del control estatal y
corporativo. Nadie imaginó que ocurriría al revés, que serían los propios
individuos los que expondrían todos sus datos personales en las redes sociales,
difuminando la frontera, cada vez más lábil, entre lo íntimo y lo público. (Recuerdo
que el consejo en aquellos años era proteger la dirección de email y darla solo
a amigos y conocidos).
De aquella
época rescato dos conceptos que en mi opinión han permanecido válidos y que se
aplican al estado actual, y siempre cambiante, de la comunicación masiva en la
segunda década del siglo XXI. El primero pregonaba que la creciente
multiplicidad de canales implicaría una
inexorable estratificación de contenidos
y una segmentación del público cada
vez más definida. Es decir, asistiríamos a una paulatina especialización en los
programas de TV cable, destinada a segmentos de público cada vez más precisos y
pequeños. Así se pronosticaban canales con contenidos exclusivos de –por
ejemplo– jardinería, cocina, series policiales, noticias, bricolage, música, y
un largo y variadísimo etcétera.
Especialización de contenidos y segmentación del público eran la clave de un
pronóstico que en parte se cumplió y seguirá cumpliéndose cada vez más.
El otro
concepto iba en sentido contrario a este, porque desde una posición
estructuralista y crítica del sistema capitalista se postulaba una creciente
homogeneización de los contenidos. Esto se explicaría por varias razones que
aludían a la capacidad infinita de reproducción ideológica del sistema, a la
banalización de contenidos y al interés en promover un sentido acrítico, o al
auge del posmodernismo, etc. También podría argüirse, más pedestremente, a la
inclinación atávica de los hombres por imitar todo lo que tiene éxito. Y lo que
tiene y ha tenido éxito es el entretenimiento.
Se anunciaba
que el aumento de la cantidad de medios no implicaría un aumento de la calidad
sino más bien lo contrario, conduciría a la homogeneización de contenidos.
Parados en este presente lo que parece imperar en todos los canales y
propuestas no es exactamente un contenido homogéneo, porque hay y hubo
diversificación de contenidos, pero sí un tono similar, de consecuencias
homogeneizadoras. En el célebre triángulo que rige todo medio (entretener,
informar, educar) se ha desarrollado un solo aspecto en detrimento de los otros
dos.
El tono actual de la radio
Tal vez esto
explique el tono actual del espectro radial montevideano –o mejor dicho: de las
estaciones que conozco como oyente–: todas parecen invadidas por un creciente
tono festivo, informal, con una dicción cercana a la vulgar que intenta buscar
un tono realista, de calle, donde lo espontáneo se privilegia frente a lo
preparado o estudiado y donde se encumbra la salida humorística, o al menos
ingeniosa, como el máximo desiderátum posible. Trátese del tema que se trate la
mayoría de los conductores parecen buscar, y muchas veces lo consiguen, la
emulación de una charla animada de boliche, donde la digresión es la regla y el
espontaneísmo la norma.
Si es cierto
que cada discurso construye su destinatario, resulta fácil concluir a qué
público se dirige ese tono. Más allá de otras generalizaciones y sin caer en
calificativos gruesos, parecería integrarse por personas con intereses muy
básicos, probablemente con una capacidad de atención muy limitada –además, claro,
de un sentido del humor bastante elemental. Gente que vive en un estado de
dispersión casi natural, bajo la proliferación de medios que generan
informaciones, noticias o novedades que son difíciles de absorber a cabalidad.
Personas inteligentes pero distraídas, es decir, con sus capacidades
intelectuales disminuidas.
Simple vs complejo
Una prevención
metodológica: en general, cuando se habla de medios tendemos a expresar una
tendencia vagamente moralizante que desemboca en discursos de tono apocalíptico.
La experiencia demuestra que más que en los contenidos la mirada debería
posarse en las relaciones que se generan a partir de lo comunicado. Es decir,
del universo construido y de las consecuencias y actitudes que de él se
desprenden.
A riesgo de
esquematizar (todo lo dicho hasta ahora me resulta de una alarmante
esquematización) habría que concluir que el universo que actualmente construyen
la mayoría de las radios privilegia la simplicidad frente a la complejidad, al
menos desde el punto de vista del pensamiento. Es claro que puede haber
complejidades de otro tipo, por poner solo un ejemplo, la complejidad de capas
de ficción que propone un reality show, o más cercanamente un reality fiction,
donde la ficción varía según el rating de los últimos quince minutos, requiere
de espectadores semióticamente entrenados para no “dejarse engañar” y poder
disfrutar de cada ficción.
En los años ‘90
ya se mencionaba esa tendencia simplificadora pero es indudable que avanzado el
siglo XXI, con la amplificación de las redes sociales, donde se producen
verdaderas –aunque efímeras– olas de sentido, hemos alcanzado niveles inimaginables
años atrás.
Con este
panorama –ciertamente mucho más complejo que el trazado hasta aquí– la pregunta
sencilla y terrible para cualquier periodista cultural es ¿existe interés[1],
espacio u oportunidades para realizar un periodismo cultural sólido? Me refiero, claro, a la cultura que no sea
entertainment. Esa no tiene necesidad de ser defendida porque acapara casi toda
la atención de este siglo XXI caracterizado, insistimos en la idea, por la
dispersión.
Las oportunidades
La respuesta es claramente
afirmativa, siempre y cuando pensemos en una fuerte segmentación de público, lo
que permite una profundización en la oferta de los contenidos. Entiendo por
profundización una propuesta de contenidos culturales sólidos, una apuesta sin
temores a explorar y difundir lo que Umberto Eco llamó highcult o alta cultura pero sin despreciar u obviar algunos
productos de la cultura de masas (estos términos todavía son funcionales,
aunque el desarrollo mediático tienda una y otra vez a interseccionarlos). Si
el programa es eficiente la penetración se profundiza. El diálogo radial que
siempre se da en el “teatro de la mente” del destinatario de cualquier
programa, se intensifica en un abordaje cultural (como ocurre con Sábados Sarandí, de Jaime Clara,
verdadero referente en el tema, o con las diferentes propuestas culturales de
Radio Uruguay y Emisora del Sur, por poner ejemplos conocidos).
En nuestro caso particular, y
pedimos excusa por la autorreferencia, La Máquina de Pensar es un programa que va a
contrapelo de la fragmentación y el vértigo imperantes, porque nos planteamos
seguir temas semanales: un escritor, un libro clásico o actual, a veces un
evento significativo (vg. la exposición de arte). En todos los casos cada día
hablamos con un especialista diferente sobre el mismo tema. Como es inevitable, algunos conceptos básicos se
reiteran, desde luego desde distintos ángulos, mientras que otros difieren. Al
final de la semana poco importa si tal o cual cosa la dijo fulano o mengano, lo
relevante es que el oyente ha generado y obtenido un retrato o un dibujo mental
del tema abordado. Y cuando esto no se logra (está claro que hay semanas mejor
logradas que otras) al menos ha recibido un buen cúmulo de información sobre un
tema que previamente no se había planteado conocer.
La apuesta es
alta por un factor que todavía no hemos mencionado: el de la creciente
aceleración de la vida que, entre otras causas, nos imponen los dispositivos de
comunicación. Cada vez conocemos más en menos tiempo, lo que necesariamente
superficializa la información. Este aceleramiento es otra de las razones del
bajo nivel de atención.
La
Máquina de Pensar
demanda atención –y muchas veces hasta silencio en el ambiente del receptor. Es
decir, construye un destinatario abierto a una mayor complejidad de contenidos,
lo que implica una cierta capacidad de elaboración para asimilarlos. Este
esfuerzo se ve compensado por varios beneficios (aumento de la reflexión, mayor
discernimiento, recepción de ideas y modos de pensar, etc). Vivir experiencias –reflexivas
o vivenciales– ensanchan nuestra percepción; esa es una de las funciones del
Arte. Está claro que el periodismo cultural no puede pretender equiparse a una
disciplina artística, pero comparado con el clima mediático imperante se puede
llegar a decir que tiene una función similar, o al menos subsidiaria, a la
artística, de enriquecer la percepción.
Por otro lado hay que tener en cuenta que no
solo las telenovelas generan adeptos: asimilar información cultural compleja
puede resultar un consumo más adictivo de lo que se imagina.
Las posibilidades del siglo XXI
Las
condiciones para realizar un programa cultural se han desarrollado hasta lo
inimaginable en la última década. Atributos como el enciclopedismo y la erudición
a la manera de Borges (o de Umberto Eco) pertenecen a un mundo pre-internet y
han sido modificados por la información que brinda la web. Para un periodista
con buena base cultural –recordemos que la información es más accesible pero menos
confiable– recursos como Wikipedia y similares representan una herramienta
insoslayable. Hoy resulta casi imposible preparar una entrevista sin tenerlos
en cuenta.
Por otro lado
los hispanohablantes corremos con una ventaja, el español es el segundo idioma
más hablado del mundo. La radio requiere voz, no imagen (la construcción y
registro de imagen conlleva problemas de producción, realización y edición) y
el ciberespacio brinda posibilidades impensadas de contacto y entrevista con personalidades
de la cultura.
Otra virtud del
medio es que permite desarrollar un discurso complejo dentro de la vida
cotidiana. Al contrario de la televisión o de la navegación en la web la radio acompaña en
las más diversas tareas del quehacer cotidiano, permitiendo generar un espacio
para la reflexión. Por otro lado esta capacidad se ha desarrollado a extremos
insólitos gracias a la cantidad de dispositivos que nos permiten disfrutar de contenidos
radiales. La descarga de programas emitidos permite independizarse de los horarios
de programación. Estas facilidades multiplican su potencialidad gracias a la
posibilidad de ser compartidas a través de las redes sociales y actúan como un
vehículo inmejorable para transmitir contenidos culturales complejos. Dan la
posibilidad de reiteración –o de postergación de la recepción en espera del
momento adecuado– y pueden amplificarse en el tiempo, ganando entidad a lo
largo de los años, algo que no ocurre con otra clase de contenidos más
coyunturales. A veces hasta eventos luctuosos como la muerte de un creador
pueden reactivarlos.
El periodismo
cultural en radio aparece así como una posibilidad excepcional de irrupción de
contenidos complejos dentro de un universo mediático regido por una paulatina
simplificación y por el predominio de la imagen. La palabra sigue siendo central
en la radio. Asimismo el pensamiento continúa unido al lenguaje. La
pauperización del idioma repercute necesariamente en la capacidad de reflexión.
Tiene efecto simplificador. La lectura seguirá siendo la consecuencia, la causa
y la fuente de todo periodismo cultural en las próximas décadas. Integrar
palabras seguirá siendo una de las mejores maneras de adquirir lenguaje, o sea,
de enriquecer el pensamiento. Es decir, la meta de todo periodismo cultural.
del libro "Una mirada al periodismo cultural: Jaime
Clara y Sábados Sarandí" de Claudia Amengual
(Planeta, 2016), con artículos
de Carlos Rehermann, Emma Sanguinetti y Pablo Silva Olazábal.
[1]Dice McQuail que: “El interés público potencial en la
cultura también ha cambiado, más que desaparecido, incluso en esta era
posmoderna, con menor énfasis en las normas tradicionales de calidad
intelectual o artística y mayor en la autenticidad y en la relevancia para la
identidad nacional, regional o grupal. El debate internacional sobre la
comunicación que solía remitirse principalmente a las relaciones de
desequilibrio y dependencia entre el Primer Mundo y el Tercero ahora también
afecta las relaciones entre países dentro del Primer Mundo (por ejemplo, entre
los países europeos o entre los Estados Unidos y un país europeo) y dentro de
las propias sociedades nacionales, en las que una cultura metropolitana poderosa
domina cada vez más a las culturas regionales, locales y minoritarias”.
(McQUAIL, 1998: 446).