Cuando los
escritores visitaban los centros lo hacían siempre en pareja, de a dos. En el
liceo de Salto me tocó ir con Rolando Faget. Había oído hablar de él pero no lo
conocía. En realidad no lo conocí hasta que lo vi actuar frente a los
estudiantes: ahí me di cuenta de que era alguien especial.
Transcribo
algo que escribí hace diez años:
En el Liceo
Nº 4, Rolando Faget y yo, acompañados por una profesora de literatura, entramos
a un aula e interrumpimos una clase de computación de segundo año. Tras las
disculpas del caso nos presentamos y les explicamos a los chiquilines qué era
el proyecto Un Solo País. Frente a la
clase, Rolando, un poeta de aire profético, gran tímido, con las manos llenas
de papeles, titubeó. Le costaba arrancar. Me susurró: “es que mi poesía es muy
complicada”. Luego revolvió un sobre grande de manila, de donde
alternativamente sacó y metió hojas dobladas y arrugadas, hasta que por fin se
decidió por una. La leyó. Era un poema dedicado a Marosa.
Tras los
monitores blancos de las computadoras –cada estudiante tenía una en su mesa–
pude ver los ojos atentos y sentir cómo crecía el silencio. Cuando Rolando
terminó, pregunté: “¿Quieren que les lea otro?”. El siií fue unánime y
contundente.
El poeta
sonrió, carraspeó varias veces y volvió a revolver los papeles. Leyó Silencio, poema que habla del ansia y de
la ilusión de tener un hijo, de cómo sería, cómo se criaría, etc. Un poema que
termina con un último verso, en el que el poeta se dirige a la amada y
confiesa: “pero claro, nunca te lo dije”.
Luego de
leerlo Rolando miró a los estudiantes, gurises de 13 años, y señalándolos uno
por uno les dijo con voz fuerte y grave: “Ustedes nunca hagan esto. Nunca callen
las cosas del amor y del desamor”.
Se hizo un
largo silencio. Todos los ojos continuaban fijos en él. La tensión, o mejor
dicho la expectación, se estiró tanto que el momento parecía que no iba acabar
nunca. Incómodo, dije: “¿Alguien quiere preguntarle algo?”
La
interrogante aleteó sin fuerzas por aquel silencio compacto de la clase. De
pronto ocurrió algo que nos desubicó por completo (y cuando digo desubicó me
refiero a un asombro real: llegué a pensar en la idea de algo preparado, algo
impostado, como esas situaciones creadas artificialmente para las bromas de la
cámara oculta). ¿Qué pasó? Uno a uno todos los niños fueron levantando la mano.
Era raro de
ver, nadie decía nada, todos con la mano levantada. Nos miramos con Rolando
–recuerdo los ojos brillantes, la sonrisa pícara en la barba– y largamos la
risa.
En la
siguiente clase se repitieron los aplausos, las manos levantadas y también las
carcajadas. Rolando ya no titubeaba y creo que fue por eso que varios
chiquilines se animaron a pedirle si podía dejar una fotocopia de lo que había
leído.
Rolando leía
estupendamente bien, con una voz grave y en cierto modo épica que se transfiguraba,
y lo transfiguraba, cuando leía.
Aquel día
estaba contentísimo y por eso leía cada vez más alto. Cuando llegó a un verso
suyo que dice “porque los ángeles siempre
tienen razón”, dejó de leer, alzó la vista y volvió a señalar a aquellos
alumnos:
–“Y ustedes,
gurises, siempre tienen razón”.
Son muchos
los momentos memorables con Rolando. Elijo uno al azar, porque me parece
potente: ocurrió en una entrevista que le hicimos en el programa Sopa de Letras de Radio Uruguay, dentro
de una semana dedicada a su poesía. Rolando llegó con una camisa roja. Estaba
feliz. Con voz clara y enérgica contestó una pregunta y agregó “porque la
muerte no existe”. No recuerdo la pregunta, seguramente hablaba de alguien que
le importaba pero sí me quedó grabado lo que dijo: “porque la muerte no existe”.
Me llamó la atención ver a un escritor uruguayo –somos tan discretos, tan
laicos, tan racionales– afirmar aquello con tanta convicción.
En otra
ocasión salíamos de una situación inversa (yo era el entrevistado), dentro del
espacio que él tenía en radio Oriental. Íbamos conversando por la Ciudad Vieja, en una
esquina doblamos y nos encontramos con un gorrión muerto. Casi lo pisamos. Nos
quedamos mirándolo impresionados. Recién había caído: solo así se explicaba que
estuviera en ese estado y en ese lugar, en la mitad de aquella vereda tan
angosta. Rolando me miró y dijo: “a él también Dios lo cuida”.
No respondí
nada. Seguimos sin hablar el resto del camino.
Una de las
frases, creo que injustas, que Rolando repetía de sí mismo era que no tenía
sentido crítico. Esa era y es una afirmación muy fuerte para un poeta, periodista
y gestor cultural. “Para la crítica soy
un desastre” decía, “porque me entusiasmo enseguida”. Lo repetía como si eso,
el entusiasmo, fuera un delito de lesa humanidad. A lo largo de los años he
oído muchas veces que el éxito literario de Ediciones de la Balanza se debió sobre
todo al criterio selectivo conque Laura Oreggioni y Mercedes Ramírez eligieron
los libros publicados. Sin menoscabo de esta verdad me gustaría contar algo que
puede sonar muy egocéntrico y que tal vez sea muy menor. En octubre del 2005
fui a visitarlo porque quería publicar mi primer libro de cuentos, La revolución postergada, bajo el sello
de La Balanza. El
poeta me citó en su apartamento de la calle Garibaldi, aquella vivienda
increíblemente austera –recuerdo las paredes desnudas, interrumpidas por
algunos de sus collages– para darme su parecer sobre mis manuscritos. Luego de
repetirme por enésima vez que no tenía sentido crítico, me dijo que los cuentos
le habían gustado mucho.
– “Sobre todo
–dijo– El retrato del abuelo. Para mí
es…”
Tiró la
cabeza hacia atrás y luego abrió los brazos, sin decir nada más. “Te gustó”
dije. “Para mí es un cuento notable” respondió. Quise aprovechar de algún modo
práctico aquella charla, y le dije si no tenía algún libro para recomendarme y
prestarme. Me llevó a un placard, lo abrió, en mi recuerdo estaba casi vacío, y
sacó un libro editado por el Poder Legislativo. Era uno de los tomos de la
poesía completa de Juan Cunha. Cuando
entendí que me lo quería prestar, dije “no, no”. Me había dado cuenta de que
era su único libro, lo había conservado porque realmente le interesaba. “Vuelvo
a esta poesía cada vez”, me dijo hojeándolo. Quería prestarme su único libro.
Esta historia
minúscula termina diez años después, en los primeros meses del 2015.
En Argentina
publiqué otro libro de cuentos, Lo más
lindo que hay; allí incluí dos o tres cuentos viejos que me parecían
potables. La editora me señaló uno que estaba perdido entre los otros. Me dijo
que era muy bueno; sugirió que debía encabezar el libro.
Era El retrato del abuelo, el cuento que
Rolando había señalado.
Pablo Silva Olazábal
Montevideo,
29 de mayo 2015
De adentro, una antología de poemas de Rolando Faget complementada por varios textos de homenaje al escritor fallecido en 2009. De afuera, Charles Bukowski y algunos de sus primeros poemas publicados, los que comenzaron a darle un nombre y a mostrar que ahí había una voz personal.
Faget
Cruces de poesía (32) por Roberto López Belloso
De adentro, una antología de poemas de Rolando Faget complementada por varios textos de homenaje al escritor fallecido en 2009. De afuera, Charles Bukowski y algunos de sus primeros poemas publicados, los que comenzaron a darle un nombre y a mostrar que ahí había una voz personal.
Faget
Ático Ediciones acaba de publicar Nadie dude el lucero, una antología de poemas de Rolando Faget complementada por varios textos de homenaje al escritor fallecido en 2009.
La antología inicia con Poemas del río marrón (1971) y se cierra con Otoñar / Andorra (2002). Entre ambos, El muro de los descansos (1976) y No hay luz sin consecuencias (1977) forman, junto a La casa está habitada (1978), un momento especial de su obra. Deberá la crítica analizar si ahí se encuentra el salto a la madurez o al menos una etapa claramente identificable, delimitada, de su poesía.
Mientras llega ese análisis, queda para el lector la sensación, al pasar esas páginas con la levedad de la lectura, de que se están dejando atrás las formas dominantes de ese río marrón de cuya tradición poética proviene, aunque se lo mantenga como norte magnético de sus temas. Ese gato recién nacido que convive entre los libros del poeta –por citar sólo el más bukowskiano de los posibles ejemplos–, entre las palabras que lo postulan, que lo van describiendo, que van trazando la carta astral de su felino itinerario, tiene detrás del voseo un eco beat en ese diálogo con lo cotidiano.
Una vocación transfronteriza que no haría otra cosa que agudizarse. El exilio y la pasión por el viaje lo obligaron a otros encuentros, y en ese devenir tuvo otros paisajes –Salto, Barcelona, Andorra– y hasta otra lengua. Como bien señala Luis Bravo, los versos de Faget suenan en catalán con una inocultable limpidez. Escúchense estos cuatro: “el blat/ ferit de llum/ ferit de blau/ el blau/ ferit de blat”. Y quién podrá jurar que no se sienten más cómodos ahí, que en la horma castellana de “el trigo/ herido de luz/ herido de azul/ el azul/ herido de trigo”.
Si bien Otoñar / Andorra podría dar la impresión de abandonarse al punto de partida, el eco casi borgeano (“No podré –lejos–/ olvidar ningún nombre/ y dos mañanas”) de ese regreso a la Ítaca fluvial parece, más que la celebración del retorno, una nostalgia por el bogar que le precede.
La antología inicia con Poemas del río marrón (1971) y se cierra con Otoñar / Andorra (2002). Entre ambos, El muro de los descansos (1976) y No hay luz sin consecuencias (1977) forman, junto a La casa está habitada (1978), un momento especial de su obra. Deberá la crítica analizar si ahí se encuentra el salto a la madurez o al menos una etapa claramente identificable, delimitada, de su poesía.
Mientras llega ese análisis, queda para el lector la sensación, al pasar esas páginas con la levedad de la lectura, de que se están dejando atrás las formas dominantes de ese río marrón de cuya tradición poética proviene, aunque se lo mantenga como norte magnético de sus temas. Ese gato recién nacido que convive entre los libros del poeta –por citar sólo el más bukowskiano de los posibles ejemplos–, entre las palabras que lo postulan, que lo van describiendo, que van trazando la carta astral de su felino itinerario, tiene detrás del voseo un eco beat en ese diálogo con lo cotidiano.
Una vocación transfronteriza que no haría otra cosa que agudizarse. El exilio y la pasión por el viaje lo obligaron a otros encuentros, y en ese devenir tuvo otros paisajes –Salto, Barcelona, Andorra– y hasta otra lengua. Como bien señala Luis Bravo, los versos de Faget suenan en catalán con una inocultable limpidez. Escúchense estos cuatro: “el blat/ ferit de llum/ ferit de blau/ el blau/ ferit de blat”. Y quién podrá jurar que no se sienten más cómodos ahí, que en la horma castellana de “el trigo/ herido de luz/ herido de azul/ el azul/ herido de trigo”.
Si bien Otoñar / Andorra podría dar la impresión de abandonarse al punto de partida, el eco casi borgeano (“No podré –lejos–/ olvidar ningún nombre/ y dos mañanas”) de ese regreso a la Ítaca fluvial parece, más que la celebración del retorno, una nostalgia por el bogar que le precede.
Roberto López Belloso - Brecha, 10 diciembre, 2015