Levrero y el inevitable hombre blanco



Insumos para la conquista de un territorio

Onetti gustaba repetir aquello de que “los críticos son la muerte: a veces demoran, pero siempre llegan”, pero para el caso de Mario Levrero creo que viene mejor otra imagen, la del “inevitable hombre blanco” de Jack London. Sea donde sea que uno esté escondido –Alaska, Tahití o cualquier lugar de la Micronesia– más tarde o más temprano llegará el “inevitable hombre blanco”. En este caso, London se refería a un sujeto enfebrecido por la codicia, la avaricia y el amor al oro, resuelto a conquistar y someter toda la población, asimilándola a su filosofía de vida: el viejo capitalismo extendiéndose y profundizándose.
Pero a 9 años de su muerte, es posible afirmar que “el inevitable hombre blanco” de la crítica literaria ha desembarcado y comenzado la labor de exploración y reconocimiento del universo levreriano, un “Lugar” que oculta más de una sorpresa y que será, podemos pronosticarlo sin mucho riesgo, más difícil de conquistar de lo que se piensa; sobre todo si no se cuenta con la guía de un stalker[1] apropiado. Se trata de un espacio que posee sus propias leyes, colores definidos y personajes de una sensibilidad sin igual, donde no rigen las normas de este universo desordenado que hemos dado en llamar realidad.
La literatura de Levrero es un mundo lleno de acción atravesado por un humor subterráneo, que cada tanto estalla como un géiser,  pero que siempre está latente, innato, a veces hasta involuntario, tentando al lector.
Un tópico, repetido hasta el hartazgo, sitúa a Levrero en la tradición de “raros” de la literatura uruguaya. Menos a menudo se lo emparienta con Felisberto Hernández: ambos suelen usar un narrador personaje, que cuenta –generalmente en primera persona– historias que con frecuencia son derivas de situaciones –sean presentes o a partir del recuerdo– donde el descubrimiento del mundo parece empujar la trama a través de caminos asediados por la incertidumbre y la desorientación, unas vías que suelen desembocar en finales abiertos, no concluyentes, que generan un efecto más poético que narrativo. Así, luego de cerrado el libro, lo narrado continúa “trabajando” en la mente del lector. Estas podrían, a grosso modo, ser las afinidades; las diferencias –múltiples– son mucho más difíciles de resumir.
Hace poco el filósofo Ruben Tani planteó [2] que a su juicio la obra de Felisberto Hernández no ha sido todavía comprendida en toda su extensión y vigor en nuestro país:
“(…) en Uruguay todos conocemos la importancia de la obra de este autor y otros tantos, pero lamentablemente no podríamos explicar a estudiosos extranjeros, mediante argumentos, en qué consiste su “originalidad” desde una perspectiva actual…”.
Por su lado, María de los Angeles González[3] ha comprobado en su investigación que la crítica contemporánea a Felisberto tuvo dificultades aún mayores para comprender y abordar la obra de un escritor que, en palabras famosas de Italo Calvino, “no se parece a nadie” [4].
Es posible que si algo tienen en común Levrero y Felisberto sea precisamente eso, la dificultad que generan sus textos para poder ser leídos en todos sus alcances, o al menos en sus alcances más intensos. Sin duda ambos ostentan una obra original, poderosa, difícilmente parangonable y por eso también difícil de caracterizar. Por ejemplo, y aquí entramos en el terreno personal (¡menos mal!) debo decir que cuando leí La Ciudad me sorprendió la frescura y linealidad de lo narrado, escrita bajo el “gancho” típico de una novela tradicional, donde el lector es guiado por las ansias de conocer qué es lo próximo que va a ocurrir. Una trama para nada surrealista, absurda, onírica o compleja, que eran los adjetivos que las reseñas críticas que había leído repetían con frecuencia. Y es que ese es el perfil que se ha construido alrededor de Levrero, el de una literatura onírica, surrealista; algo “intelectual” y complejo que requiere de una gran valentía lectora. En mi impresión se suele obviar –o no se destaca con suficiencia– el placer por la acción que se palpa en casi todos sus libros y el humor mencionado anteriormente (hay excepciones como Ya que estamos o algunos cuentos “experimentales”[5]). En todo caso puedo decir que como lector, la mayor parte de lo que había leído previamente sobre la obra de Levrero no tuvo relación con el efecto que me produjo cuando la leí directamente.
Y es que la crítica puede crear, y crea, junto con otros discursos textuales, una imagen de la obra y del autor que puede llegar a ser muy distorsionada. Se trata de una intermediación que puede dificultar o facilitar el acceso de los lectores y el movimiento mismo de la obra, alejándolos o acercándolos según sus expectativas. Si es que este déficit crítico existe (yo creo que sí) se debe sobre todo a lo que se apuntaba al principio: la obra levreriana no es en absoluto fácil de caracterizar.


La poética como insumo
A diferencia de Felisberto, Mario Levrero dejó abundantes reflexiones en torno a cómo concebía el acto de escribir[6]. Por lo pronto hay dos libros, uno surgido de entrevistas[7] y otro de comunicaciones epistolares vía correo electrónico[8], que configuran un corpus que bien podría ser una puerta de entrada para analizar su obra desde un punto de vista crítico, máxime cuando se trata de un autor que afirma La forma es el texto; los contenidos tienen una importancia menor, y siempre se pueden transmitir por otros medios”[9].
Su poética, ampliamente conversada a través de su práctica como orientador de talleres literarios, intenta describir precisamente eso, cómo se escribe, cómo se da forma a un texto para que comunique lo que el autor pretende (o intuye, vislumbra…). En otras palabras, cómo, o en qué condiciones, se puede intentar crear arte. O mejor dicho ¿hacia dónde apuntaba cuando escribía Mario Levrero?
Preguntas como estas pueden, desde este punto de vista, ser centrales para comprender las leyes de un territorio que parece resistirse a cualquier exploración directa, por eso
me parece interesante empezar planteando en este artículo una síntesis de la poética levreriana, en este caso extraída del libro Conversaciones con Mario Levrero, para luego complementarla con algunas rectificaciones y ampliaciones surgidas en la web.
Antes de comenzar, una aclaración: las conversaciones con Levrero, presentadas en el libro como una larga entrevista, están basadas en una correspondencia mantenida vía correo electrónico a lo largo de 4 años. Mario exigió que se especificara  el contexto epistolar en que se había desarrollado la entrevista, porque eso explicaba el tono informal y “guarango” según él, usado en las respuestas.
Allí habla como acostumbraba. Un detalle importantísimo es que había logrado desarrollar una escritura coloquial vía e-mail que reflejaba perfectamente su forma y maneras de hablar y de razonar “temas importantes”. No le sobraba una coma, y cuando había dos puntos, o punto y coma, era exacto. Digo esto porque no todos logramos escribir correos con estilo personal. En el caso del libro la transcripción es exacta. Para aquellos que lo leyeron, estas salvedades ya son conocidas.
En aras de ceñirme a lo importante, seleccionaré solo lo relevante de sus respuestas, evitando mis preguntas: la idea es hacer un collage que contenga los rasgos principales de su poética literaria. Un último aviso: la lectura concentrada de la prosa de Levrero puede ser un poco fatigosa, porque es exigente y no “habla de más”. 

Dice Levrero:
“En mi opinión, lo principal, casi diría lo único que importa en literatura es escribir con la mayor libertad posible. En todo caso podés usar técnicas para corregir, pero jamás para escribir. Aunque en realidad siempre se usan técnicas, pero son técnicas propias que uno va descubriendo, o creando mientras escribe. Si usás técnicas aprendidas, son aprendidas de otros; así nunca escribirás con tu estilo personal, es decir, no se te reconocerá, por mejor escrito que esté el texto.
Cuando el autor sabe demasiado sobre el argumento, a veces se apura a contarlo, y la literatura va quedando por el camino. La literatura propiamente dicha es imagen[10]. No quiero decir que haya que evitar cavilaciones y filosofías, y etcétera, pero eso no es lo esencial de la literatura. Una novela, o cualquier texto, puede conciliar varios usos de la palabra. Pero si vamos a la esencia, aquello que encanta y engancha al lector y lo mantiene leyendo, es el argumento contado a través de imágenes. Desde luego, con estilo, pero siempre conectado con tu imaginación.
... (las descripciones) suelen aburrirme mortalmente. Hablé de imágenes, y las imágenes no se contraponen a la acción, sino que la cuentan de la mejor manera. No es lo mismo decir: le dio tremenda trompada, que decir: el puño chocó contra la carne blanda y la aplastó hasta que se oyó el crujir del hueso.
Tampoco dije que un relato deba consistir exclusivamente en imágenes, sino que eso es la esencia; pero a menudo la esencia pura es desagradable, como por ejemplo la vainilla. Si la mezclás en un refresco pasa mucho mejor.
Hago hincapié en las imágenes porque es la gran falla de nuestra literatura (…) si agarrás a los grandes, por ejemplo a Felisberto, recordarás sin duda cuando le levantaba las polleras a los muebles, o a la vieja que tomaba mate metiendo la bombilla por un agujero del tul. Son imágenes. Andá al capítulo cuarto de  La vida breve de Onetti, se llama “Naturaleza Muerta”, es cien por ciento descriptivo y uno de los fragmentos más notables de nuestra literatura. Sin acción ni personajes ni invención; sólo imágenes.
(…) tenés que pensar –al corregir, no al escribir; cuando se escribe hay que soltarse, sin nada que inhiba la escritura–, si tal descripción es necesaria para la acción que estás narrando. Eso te dará el lugar adecuado. Luego pensá si no han pasado demasiadas descripciones sin nada de acción y ahí tenés la proporción acertada. Al leer un texto tuyo después de un tiempo (nunca antes de, digamos, un mes), si hay excesos de descripción lo notás en seguida porque te aburrís.
Mi taller apunta a poner la imaginación no en inventar, que eso no es esencial en la literatura, sino en expresar por medio de palabras imágenes vividas interiormente, "vistas" en la mente.
 (…) cada relato tiene su propio estilo; es un bloque, va junto con el argumento y todo lo demás. Pero uno trata de hacer lo que sabe, o lo que le salió bien la vez anterior, y arranca con eso. Después uno va chocando contra el cuento existente, a medida que lo va descubriendo y sacando a luz, y ahí empieza a ajustarse, a escuchar mejor lo que tiene adentro.
 El diálogo que uno entabla con el objeto no es diálogo, sino monólogo narcisista. Cualquier cosa que vayas a narrar la estás rescatando de esa forma de percibir(se). Y ahí es donde aparece el estilo personal; por eso insisto en encarar a los alumnos de mi taller con ellos mismos, a que experimenten con la percepción.
En mis cosas, me doy cuenta (que el estilo no es el que pide el tema) cuando no me siento con el estado mágico de la escritura inspirada. No me divierto, no sufro, no estoy metido por completo en el texto. (…) En los textos ajenos me doy cuenta porque me pasa casi lo mismo; la lectura me puede entretener, pero no deslumbrar. Y lo ves en la facilidad con que vas prediciendo lo que va a venir, porque todo tiende a encajar en un molde. El texto no es allí una cosa viva.  
Cuando uno está todavía bajo la sugestión de la creatividad, no ve el texto como es, sino como lo tiene en la mente, y le suele parecer perfecto. Se trata de verlo como quien mira una fotografía de sí mismo, que siempre impresiona peor que mirarse al espejo, porque en el espejo uno crea su imagen; en la foto no. Veamos:
Corrección: esto es ni más ni menos un trabajo técnico, que puede ser divertido o no, según el talante de cada cual. Pero es más bien mecánico: leer el texto buscando rimas, repeticiones enojosas, cacofonías, erratas y cosas así.
Pulido: hay que leer el texto en un estado muy atento, viendo si en algún momento hay algún factor de perturbación en la lectura, algo que, aunque no se pueda identificar la causa concreta, uno "siente" que no está bien, algo por lo cual uno preferiría pasar rapidito. Subrayar eso y seguir, hasta el final. Después buscarle la vuelta a cada caso particular, tratar de desentrañar por qué eso no suena bien. A veces se trata de su relación con lo que se venía diciendo (salta alguna incongruencia, alguna repetición de palabra, etc.) y a veces es algo propio de ese fragmento. A veces ayuda preguntarle a otro.
"Refacción", si cabe el término: hay que quitar limpiamente el fragmento que no marcha, y tratar de hacerlo de vuelta buscando un clima similar al del momento de la creación. Situarse en la escena y no conservar nada del texto descartado. Por más lindo que parezca en alguna parte, hacerlo todo de vuelta como si fuera por primera vez, visualizando nuevamente la escena, la imagen que lo originó. Lo mismo para agregar algo, al principio, en el medio o al final de un texto. Visualizar siempre la escena antes de escribir.
Hay veces en que basta cambiar de lugar[11] el fragmento eliminado, sobre todo en una novela, pero no hay que contar mucho con eso.
Por norma nunca publico nada que no hayan visto otros ojos que no sean los míos.[12] (…) siempre trabajo para mí y con la mente puesta en alguien que lo vaya a leer (el amigo lector, mi mujer, quien tenga a mano); recién tomo consciencia de que va a haber lectores desconocidos cuando estoy por mandarlo, y ahí funciona la adrenalina, y las macanas saltan por sí solas.
Para la corrección funciona otra forma de inspiración, otra parte del cerebro. Desde luego no produce lo mismo que escribir, pero a mí me resulta un ejercicio atractivo.  (…) insisto en no hacer correcciones importantes antes de que el relato tenga unas semanas o meses de "cajón".   
Se escribe a partir de vivencias, que sólo pueden traducirse mediante imágenes.   
En mi sistema de categorías, la imaginación fabrica imágenes constantemente en base a recuerdos: exige más coherencia y da anécdotas más verosímiles; no inventa nada por sí sola. En cambio la invención conecta algunos cables intelectualmente y no se preocupa de la verosimilitud, sino que se conforma con narrar como se pueda el argumento inventado. Tampoco da un estilo personal: con la literatura tiene un parentesco medio lejano. A esos críticos que se entusiasman con un relato de ese tipo, donde prima el ingenio, habría que preguntarles qué les pasa si lo leen por segunda vez, por tercera vez, por cuarta... El buen lector vuelve a leer lo que le gustó y lo disfruta más en las sucesivas lecturas, ya libre de la cosa del ingenio y de los golpes de efecto. A mí me pasa también con el cine; me gustaría no ver una película por primera vez. Recién empiezo a disfrutar a partir de la segunda.
En  literatura, facilitar las cosas al lector no es más importante que expresar  con la mayor exactitud posible lo que el autor quiere decir, y a menudo hacen falta paréntesis y guiones. Algunos, como Faulkner, usan esos  paréntesis que abarcan varias páginas.
Con respecto a eso de “no repetir palabras”, hay que desconfiar del uso de sinónimos. Cuando encuentro en un texto (a veces incluso en uno mío) un "éste" que sustituye un nombre dicho un poco antes, clavado que se trata de una frase que podría haberse escrito mejor. Si vengo diciendo "casa", y "casa", y "casa" y de repente digo "morada" sin nada que lo justifique, me parece de décima. Yo a veces he abusado un poco de las repeticiones, conscientemente, pero cuando no es así, y las detecto durante la corrección, en lugar de sustituir la palabra trato de reorganizar toda la frase, o todo el párrafo.
Eso si me molesta, si resulta chocante al oído (porque el lector oye el texto), y sobre todo si se nota que está ahí por torpeza y no en forma deliberada. A veces simplemente se puede eliminar la palabra repetida porque es innecesaria. Pero el uso de sinónimos para ocultar la falta de elaboración[13] es la máxima torpeza.
 Al escribir, nada, sólo (hay que) escribir, no pensar ni controlar –salvo ese foco de atención crítica para que el inconsciente no te lleve al carajo, pero lateral, como distante, y con mucha cancha para hacer la vista gorda y no trabar la escritura cuando viene fluida.


Contrastes con la web
Si bien los conceptos que acabamos de leer poseen la claridad y contundencia que tenía el estilo narrativo de Levrero, existe el peligro de tomarlos como afirmaciones simples y tajantes, es decir como instrucciones dogmáticas cuando lo que está en juego es un camino personal en el arte literario.
A continuación propongo (porque me parece útil, o al menos a mí me sirvió) comparar el collage anterior con las respuestas que el mismo Mario dio a preguntas formuladas por talleristas virtuales.  Creo que son interesantes no solo porque precisan y en algún caso amplían significados expresados anteriormente, sino porque además aluden a zonas no mencionadas en mis conversaciones con Levrero (entre otras razones porque “nadie se dirige del mismo modo a todas las personas”).
Al igual que en el apartado anterior, incluyo solo las respuestas de Levrero que resultan relevantes[14], sin la pregunta de los talleristas (especificada solo en el caso de ser necesario). Como agrego comentarios míos, las afirmaciones de Levrero van en cursiva.

Parece importante reiterar la idea, aunque sea llover sobre mojado, de que estamos ante un camino personal construido por el propio Levrero para aclararse (y más tarde aclarar a sus alumnos) las bases de su visión artística. Otro escritor más intuitivo podría haber transitado su obra sin la necesidad de racionalizar y precisar sus términos, y sobre todo sin sentir la obligación de transmitirlos. Pero al mismo tiempo que los comparte, Levrero parece tener claro el peligro de caer en interpretaciones unilaterales y unívocas, que niegan la riqueza del camino estético y que pueden fomentar dogmatismos, por lo que relativiza los términos, que son utilizados en el contexto de un espacio de aprendizaje, aludiendo a un proceso que es de difícil clasificación y ardua –sino imposible– subdivisión.

Dice Levrero:
“No olvidemos que imaginación e invención son términos manipulados por mí, con un significado que quizás se aparte de las definiciones correctas. Es tratar de darle un nombre a ciertos aspectos que quizás formen parte de un todo”.

Por eso también vale la pena la siguiente aclaración sobre lo que significa –con todo lo dicho anteriormente– la palabra imaginación:

“Habitualmente, cuando se dice que alguien tiene mucha imaginación, se quiere decir que tiene mucha inventiva. Para mí, en cambio, tener mucha imaginación es poder describir cabalmente algo con todo el detalle necesario para hacérselo percibir al lector. Aunque se trate de un vulgar ropero”.

Bien, aclarado el panorama, uno de los talleristas pregunta, por enésima vez, ¿qué quiere decir "escribir con imágenes"? La siguiente respuesta, bastante larga, señala entre otras cosas que la buena literatura es la que hace presente lo no dicho.

“Que el relato surja de la imaginación, y no de la invención. Que cuentes lo que ves (o percibís, en general) cuando mirás hacia adentro, y no lo que sabés o lo que pensás. Eso es literatura en estado puro, en esencia. Puede ser insoportable, como todo lo puro, y por eso los escritores mezclan a la literatura otras cosas, como filosofía o cosas así. Por eso no digo que haya que escribir necesariamente a través de imágenes en forma exclusiva, salvo en algunos ejercicios del taller para obligarse a mover la imaginación.

Por ejemplo, si yo digo "Una mañana fui a trabajar", estoy transmitiendo información intelectual, no artística, no literaria. Pero si cuento cómo me levanté, me puse la ropa, tomé el desayuno, salí a la calle, esperé el ómnibus en la esquina, subí al ómnibus, hice el viaje, llegué a la parada próxima a la oficina, caminé hasta la oficina... estoy desarrollando esa información en algo parecido a imágenes. Pero todavía estoy enunciando los titulares, haciendo un resumen. Todo esos tramos deberían desarrollarse en imágenes (por ejemplo, describir el color del cielo en la calle, la gente que había en la parada, la cantidad de baldosas rotas, mi estado de ánimo, los olores que se respiraban, el ruido de los autos, qué decía la gente en la parada, cómo era la gente en la parada, cómo estaba vestida, etc.; ahí estoy narrando en imágenes. Al hacerlo, doy mi presencia sensorial como narrador-observador y fabrico con ese estímulo de la imaginación del lector un estado de trance, durante el cual se vuelve receptivo A LO QUE NO SE DICE, o sea a mi entera presencia, a mi alma. Ahí se produce la comunicación y el intercambio; ahí el texto es un objeto vivo; ahí el lector puede fabricar su propio texto, porque sus imágenes no serán las mías sino las suyas, y las suyas serán más vívidas y coloridas que las mías porque las saca de su experiencia sensorial personal”. 

Otra de las bases de la obra levreriana, y posiblemente de gran parte de la gran literatura, estriba en la relación que se establece necesariamente entre memoria e imaginación. Hay que aclarar que Levrero habla sobre ejercicios de su taller literario y no de la creación literaria, que debe ser hecha “con total libertad” (es decir, más allá de las premisas del taller).

“Hay una estrecha relación de la imaginación con la memoria; son casi la misma cosa. Aunque si lo vemos desde otro punto de vista, la imaginación es un pizarrón vacío donde la memoria exhibe sus imágenes (y donde también la invención puede exhibirlas)”.
“La imaginación es lo que permite el mejor desarrollo de un estilo personal. La imaginación está muy ligada a la memoria; es casi lo mismo (pero no exactamente), de modo que trabajamos mucho con la memoria. La imaginación es accesible sólo -como su nombre lo indica- al movimiento de imágenes, y por eso trabajamos con la percepción de todo tipo de imágenes (no sólo visuales).
Las "indagaciones y viajes a través de la mente" tienen mucho que ver con la imaginación. No son cosas opuestas. Sí descartamos los discursos abstractos o ideológicos, porque no forman parte de la esencia literaria. Eso no quiere decir que haya que escribir siempre como pedimos en el taller; vale sólo para los ejercicios. Todo este taller virtual puede resumirse en la siguiente aseveración: "Escribí lo que ves, y no lo que pensás".

Otro tallerista pregunta sobre el uso de la primera persona para narrar, Levrero responde:

“La primera persona ayuda mucho a no tener que esforzarse por crear un personaje con quien el lector se pueda identificar. También facilita transmitir las percepciones y todo aquello que enriquece los textos y el estilo. Te recomendaría no salir de la primera persona por ahora; la tercera persona te lleva irremediablemente a una escritura más intelectual que vivencial (falta de color, etc.), al menos en esta etapa (de taller)”[15].

La siguiente es una reflexión que culmina en una frase que podría ser el emblema distintivo del discurso levreriano: “Puede haber una infinidad de caminos para lograr lo mismo, pero yo conozco ése solamente, y transmito lo que sé y lo que puedo, partiendo de mi propia experiencia”.

Veamos:
“Se puede escribir sobre lo que te pasa, lo que recordás, lo que sentís, etcétera o, como una amiga mía que es una gran escritora, escribir desde una inspiración que viene de zonas muy oscuras del ser y que no tienen una relación visible, aparente, con la persona que uno conoce. La primera novela que leí de ella, en borrador, con la que se presentó en mi casa por primera vez, era la historia de una lesbiana gorda. A pesar de que ella es flaca, yo quedé convencido de que estaba ante una lesbiana militante. Pero después escribió una novela, siempre en primera persona, cuyo protagonista era una mujer que había mantenido relaciones con su padre... y así sucesivamente. Tiene una cantidad de personalidades o máscaras o núcleos interiores y es capaz de escribir con total poder de convicción sobre experiencias que, ahora me consta, no ha vivido en su vida vigil, por llamarla así. Yo mismo, a pesar de que ahora sólo puedo escribir sobre cosas cotidianas, en un tiempo escribía desde personajes que habían transitado por lugares que mi yo ignoraba que existían, incluso que existían en mi interior. Etcétera. Esas experiencias provienen del ser, no del yo cotidiano; a veces de los sueños, aunque no siempre. Se escribe en un estado de fascinación, parecido a la hipnosis, en el que uno cree, como en los sueños, en la tangibilidad de las cosas que describe.

Todo eso no es propiamente "invención", porque al menos en mi caso particular nunca me propuse inventar nada; más bien iba descubriendo esas cosas y lugares y seres que estaban en rincones muy ocultos de mi ser. Si me hubiera propuesto escribir una historia inventada desde la razón, seguramente no habría tenido fuerzas para hacer el trabajo, porque eso no es vivir una aventura sino hacer un trabajo, muchas veces fatigoso, al menos para mí. Escribía por necesidad y por curiosidad de saber, de conocer, incluso diría de explorar y conquistar esos espacios de mi ser. O del ser, porque no tengo ninguna certeza de que sean algo mío, personal y privado. La mente tiene alcances insospechados.

Podemos ir todavía un poco más allá, y reconocer que es posible escribir historias inventadas o historias sacadas de ficheros, y hacerlo bien y con estilo y con arte. Unos cuantos grandes escritores lo hacen muy bien. Pero me parece que para eso se precisa genio, que yo no tengo, y además creo que es ineludible haber pasado en algún momento por la escritura vivencial, de modo que cuando uno inventa un personaje sea un personaje creíble, y no esos Juanes y esas Marías de los principiantes. Y siempre estarás aportando tu experiencia de vida (interior o exterior, profunda o superficial), y estarás, si la cosa está bien hecha, totalmente presente, de cuerpo entero, en lo que escribís. A menudo pongo el ejemplo de esa caricatura del escritor cubano Alejo Carpentier, que me regaló un día su autor, el gran Hermenegildo Sábat. Y que cuando miro esa caricatura, veo sin duda a Carpentier, pero también veo a Sábat, porque tiene un estilo propio, personal, inconfundible. Si en el dibujo sólo se viera a Carpentier, no lo miraría mucho, porque es un escritor con quien no simpatizo y no tiene una cara linda de ver. Lo miro porque veo a Sábat, el estilo, el alma de Sábat.
Para lograr ese milagro es preciso ser un poco como los actores de teatro que para conseguir un personaje convincente tratan de "ser" el personaje que tienen que representar. Algunos actores han quedado mal durante meses, realmente enfermos, por haber encarnado un personaje lleno de conflictos. Y para eso hay que tener imaginación, y mis ejercicios tratan de ponerte en contacto con tu imaginación, apelando a tus experiencias más sencillas. Puede haber una infinidad de caminos para lograr lo mismo, pero yo conozco ése solamente, y transmito lo que sé y lo que puedo, partiendo de mi propia experiencia”.

En otra área más “terrenal”, un alumno se queja de la evaluación del taller y la cuestiona, pidiendo mayor libertad, lo que provoca una interesante analogía de Mario sobre los ejercicios de su taller literario virtual  y el acto de escribir literatura:

“Ya he dicho también más de una vez que la libertad es la condición imprescindible para el arte. Pero en el taller no hay arte, ni libertad. Hay consignas y ejercicios, y los ejercicios deben cumplir con lo que piden las consignas, y no podemos evaluar otra cosa dentro de los límites del taller. Tenés que pensar en algo tan infame y tedioso como las escalas en el piano. Una vez que tengas los dedos ágiles y vayan adonde hay que ir, podés tocar lo que quieras y como quieras”.


La palabra corrección está íntimamente vinculada a la palabra correcto, y en literatura lo correcto no siempre es lo mejor, algo que a veces algunos escritores suelen olvidar. Mario lo recuerda nítidamente a través de una experiencia con su procesador de texto.

“Los textos necesitan corrección, es cierto. Yo nunca publico nada sin que por lo menos alguien de mi confianza lo haya leído y me haya señalado lo que le suena mal.
Hace unos años, entusiasmado con la electrónica, corregí una novela eliminando repeticiones abusivas de "que", "de" y mil cositas más. El texto quedó perfecto. Después se publicó un fragmento en una revista y cuando lo vi me agarré una terrible depresión. No era mi texto. No era nada. Era un mamaracho insufrible. Por suerte había conservado la versión anterior, con una etiqueta que decía "para quemar" (y de haragán no había quemado nada), y me tomé el trabajo de restituir al texto absolutamente todo lo que le había corregido. Y por suerte, así se publicó. Llena de esas imperfecciones que hacen mi estilo[16]”.


Siguiendo en esta línea, cómo nos ven los demás (cómo ven lo incorrecto o lo correcto de una obra personal) otro alumno pregunta ¿qué pasa con las observaciones de los otros?

“Las observaciones, de todos modos, viene bien recibirlas. Digamos "gracias" y después hagamos con ellas lo que nos parezca. No está nada mal disponer de varios pares de ojos que puedan ver lo que no ven los de uno[17]. Lo que no vale la pena es defenderse. "Gracias", y adelante”.

La última respuesta de Mario es una de mis preferidas. Alguien pregunta ”¿cómo sé si lo que estoy escribiendo tiene voz propia?
“Sabés que estás escribiendo con voz propia cuando no te reconocés fácilmente en lo que escribís; cuando el texto te parece ajeno y al mismo tiempo sabés que es propio; cuando los personajes hacen lo que quieren ellos y no lo que vos querés[18]; cuando el texto te llega a tal velocidad que casi no te da tiempo a ponerlo en palabras; cuando te sentís como un dios”.



Puntualizaciones (que tal vez desdicen todo lo anterior)
Una vez, tomando cerveza en un boliche, un crítico uruguayo me comentó que las categorías levrerianas eran un tanto planas. Fue algo dicho al pasar, pero me quedé pensado que es posible que algo de razón tenga. ¿Por qué? Porque todo escritor intenta antes que nada aclarar su trabajo ante sí mismo, por eso describe sus herramientas y la carpintería de su arte mediante conceptos claros y elementales, la mayor parte de las veces comprensibles por todos. Es que no pretende ser original; la originalidad hay que buscarla en su obra, no en sus explicaciones técnicas o estéticas. Por eso siempre es más fácil entender a cualquier escritor hablando de literatura (sea Borges, Kafka o quien sea) que a un crítico literario, cuya obra principal estriba precisamente en el análisis literario. Es allí donde él busca e intenta ser original. A veces lo logra, pero sacrificando la claridad. Por suerte todavía hay críticos –generalmente grandes críticos– que son comprensibles y accesibles para todos.
Pero pensándolo un poco mejor, tal vez el aporte de Mario Levrero no esté en los elementos que maneja ni en la complejidad de sus conceptos. Tal vez se halla en su organización, en su presentación como un discurso claro y manejable (todo lo manejable que puede ser la búsqueda en el Arte). Lo hace mediante palabras accesibles y explicaciones razonadas, en un estilo donde no sobra nada, y en el que cada elemento es importante y pasible de ser pensado y asimilado, y donde, por decirlo de algún modo la fuerza de las palabras está en la calidad de las imágenes que transmiten.
Lo que recoge este discurso es una batería de reflexiones sobre la escritura, con ideas que a veces son originales pero que muchas veces son sencillamente elementales; reflexiones prácticas, dichas casi como si fueran un curso de carpintería o un manual de electrónica, con una prosa prístina, clarísima, funcional, sin pretensiones de literatura o de originalidad, hechas con el estilo que Mario desarrolló también en su literatura. Son conclusiones puestas a prueba en sus talleres pero que vienen de antes: dan cuenta de un proceso realizado a lo largo de toda su vida para tratar de entender en que consistía el arte de escribir. Y también el de leer, porque los dos aspectos están vinculados como las dos caras de una misma moneda.
Yo creo que Mario, como todo buen escritor fue un gran lector, pero creo que fue mejor analista de sí mismo, y lo creo porque solo así se comprende que haya condensado en frases tan claras y tan accesibles asuntos tan difíciles de aprehender como –por poner solo un par de ejemplos– cómo funciona la atención y el interés en el lector, o cómo funciona la palabra en una narración lograda o cuándo se genera un texto ideal y cómo sería ese texto (por las dudas: el texto ideal sería aquél en el que el lector pierde de vista el hecho de que está leyendo, y “cree que esas cosas que se transmiten a su cerebro están sucediendo realmente”).
Pero también debo decir que a lo largo de estos años he descubierto que la originalidad no es la virtud principal de las ideas de Mario Levrero: muchos elementos de su pensamiento ya habían sido descubiertos y compartidos antes por multitud de escritores en otros países y épocas. A continuación, y para no pedir más paciencia, van algunos botones de muestra:
Bernard Pivot le preguntó una vez a Vladimir Nabokov si al escribir él pensaba en inglés o en ruso. El genial autor de “Lolita” fue escueto: “pienso solo en imágenes”.
En una conferencia sobre la escritura literaria la estadounidense Flannery O’Connor dijo que “el escritor atrae por medio de los sentidos y no se puede atraer los sentidos con abstracciones. Para la mayoría de la gente es mucho más fácil expresar una idea abstracta que describir un objeto que está viendo realmente. Pero el mundo del novelista está lleno de materia, que es lo que los novelistas que empiezan están poco dispuestos a tratar”. Para O’Connor son los “detalles concretos de la vida los que hacen real el misterio de nuestra situación en la tierra”. Y los detalles son imágenes, ya sean acústicas, visuales, táctiles u olfativas.
En una entrevista que le realicé al poeta y editor catalán Pere Gimferrer, le comenté la idea de Levrero de que el poder de la literatura residía en las imágenes comunicadas a través de las palabras. Gimferrer, sorprendido, comentó: “Qué raro, un narrador con una idea tan poética”. Podría seguir con más ejemplos, pero creo que bastan para saber que escritores muy disímiles sostuvieron a lo largo del tiempo conceptos afines a la reiterada afirmación levreriana sobre la importancia de comunicar imágenes con palabras.
Que éste es el recurso poético por excelencia es algo reiterado por muchos poetas, entre otros por nuestra Circe Maia, quien asegura que “escribimos sobre lo que podemos percibir desde nuestra pequeña ventana”. Y agrega: “en los poemas, generalmente es una sensación única, visual, auditiva y aún táctil la que queda desprendida del resto y genera el poema”[19].

Por supuesto que estos y otros antecedentes no quitan mérito a Levrero. Con Pascal, el escritor uruguayo podría decir “no digan que no digo nada nuevo, el orden en que lo digo es nuevo".
De todas maneras es necesario matizar la afirmación levreriana sobre la importancia de las imágenes en literatura. Ellas deben ser personales, no cinematográficas. Es decir no argumentos visualizados, sino verdaderas imágenes (acústicas, táctiles, olfativas, visuales) surgidas de lo íntimo de la imaginación.  Esto, en una lectura estricta y “pieletrista”, podría llevar a pensar que son solo aquellas que surgen de la imaginación más recóndita. Pero en la visión del escritor uruguayo esto no es necesariamente así:
La forma de escribir con fuerza y ser colorido y convincente, es prestar atención a lo que viene de adentro, aunque se trate de objetos que están en el mundo exterior. Esos objetos se hacen artísticos o pasan a ser materiales artísticos solo a través de un proceso en nuestro ser interior. O sea, que no tiene ninguna importancia si tu personaje salió de un hecho policial publicado en los diarios o salió de un sueño; para escribir sobre él de modo literario debés pasarlo previamente por tu máquina de elaboración interior”.
El término “imágenes personales” se amplía y se complejiza; no solo son las surgidas en la imaginación sino también las que se pueden ver en los diarios, previo pasaje por la imaginación personal. Con lo que seguramente se ampliaría muchísimo el número de escritores que adhieren a esa idea estética (ahora mismo, recuerdo que Borges planteaba que imaginaba sus cuentos a partir de  una imagen, y con frecuencia dos, la del inicio y la del final y que el trabajo del cuentista era averiguar cómo se unían una con otra).

Releo lo escrito y me suena bastante elemental, por no decir esquemático, pero por sobre todas las cosas me suena precario: a medida que se avanza en el interminable aprendizaje de la escritura se percibe más claro que todo arte verdadero esquiva las sentencias. Y en algún caso las contradice. Pero igual no borro lo escrito: después de todo es lo que me ha ocurrido (al leer y discutir los conceptos levrerianos) a mí.


Inexplicablemente Borges
A continuación, y para matizar aún más el discurso levreriano, quiero contar una pequeña anécdota que demuestra –si esto fuera necesario– que no estamos frente una visión literaria cerrada. Una vez, en su apartamento de la calle Bartolomé Mitre mencioné al pasar al escritor guatemalteco Augusto Monterroso. Mario levantó las cejas y dijo, “ah, el modelo de antiescritor”. Lo miré y no tuve que preguntar nada para saber de inmediato qué significaba eso: aludía al peso de lo erudito y lo intelectual en un escritor, en detrimento de lo otro, del lado oscuro e irracional. También al peso de la autocrítica y de una excesiva autoconciencia de la obra literaria, algo que frena la creación. La ambición de ingresar en el canon de los clásicos puede ser funesta y bloquear al creador. Pero aún con todo eso, a mí me gusta Monterroso. Así que dejé pasar el tema, y a la primera de cambio lo traje de nuevo, esta vez con otro escritor:
—Una cosa —dije—: siempre decís que no se puede hacer gran literatura a partir de una idea, de algo intelectual. Pero Borges lo hace una y otra vez: mete muchísima cosa intelectual y erudita. Aunque también es verdad —maticé— que recurre a una imagen para arrancar sus cuentos, y a veces también para finalizarlos. Eso ¿cómo lo explicás?
Mario cabeceó como si la cuestión lo hubiera impactado, y luego sonrió. Y siguió sonriendo muchísimo, mientras murmuraba “es así como decís, mezcla las dos cosas, la imaginación y lo intelectual”. Después de pasados unos minutos en ese estado de ensoñación, dijo con los ojos achinados por la felicidad:
—Es brutal, es simplemente brutal —y cabeceaba—. Por más que lo pienso, no tengo ni idea de cómo lo hace.


El asunto de la libertad
Alguien escribió que la prosa de Levrero era “casi burocrática”, en referencia a la aparente falta de brillo y a su extrema funcionalidad. Y en parte es así, se trata de una prosa ceñida, donde las palabras dicen lo justo con la mayor claridad y de la manera más breve posible. Aunque Rafael Sánchez Ferlosio dice que el fin de las palabras es ir más allá de sí, y que tal vez sea esa la marca de toda buena literatura; si lo es, sin duda ése es un rasgo que comparte la obra de Mario Levrero. Este “ir más allá de sí” también puede aludir a la liberación del escritor y eso mismo sostenía Levrero de su escritura: decía que era un intento por escribir la verdad, su verdad, la verdad de una experiencia única e intransferible.
Cada vez que se lo preguntaron repitió que en su primera novela había seguido el modelo de Kafka, porque leyéndolo (leyendo América) había descubierto que en literatura se podía decir la verdad.
¿Qué escritor de estos tiempos pos-posmodernos puede atreverse a decir “yo escribo, o intento escribir la verdad”?
Naturalmente se lo ha acusado de místico. Hanna Arendt, una señora que nada tenía de mística, escribe en un artículo[20] que la prosa de Kafka es pulcra y neutral, y que está al servicio de la comunicación. Más adelante añade lo siguiente: “Lo único que atrae y seduce al lector en la obra de Kafka es la verdad misma, y con su perfección sin estilo —todo estilo distrae de la verdad por su propio atractivo— Kafka consiguió hacer su obra tan increíblemente seductora que sus historias atrapan al lector aunque en principio no entienda la verdad que contienen”.
Aunque fue escrito en 1948, se nota aquí el mismo tono que empleaba Mario para hablar de “las cosas importantes”.
Hay un libro del investigador brasileño Michael Löwy[21], un libro sensato y erudito, que aborda la obra del escritor praguense desde un punto de vista político, el del antiautoritarismo. Basa su aproximación interpretativa en el siguiente aforismo de Kafka: “Las cadenas de la Humanidad torturada están hechas de papeles de oficina”.
Estos papeles burocráticos, dice, son los impresos, los formularios, los documentos de identidad, las fichas policiales, las sentencias, las multas, donde la palabra escrita es el medio por el que las elites ejercen su poder.
Ante este uso utilitario y represivo de la palabra, Kafka antepone, según Löwy, una escritura de libertad al servicio de la poesía y de la imaginación. Un uso poético y liberador de la palabra. No sé si Mario acompañaría a Kafka en la premisa antiautoritaria (aunque yo creo que sí), porque era bastante alérgico a cualquier posicionamiento político, pero sí estoy seguro que compartía su conclusión: para él la escritura era un medio de liberación, de defensa de sus espacios libres.
Solo así es posible entender su compromiso vital y existencial con la literatura, y solo así se comprende su empecinada búsqueda de la verdad. Algo que debería tener muy en cuenta el “inevitable hombre blanco” que se decida a incursionar y a explorar este planeta movedizo y esplendente que late en los libros de Mario Levrero –que, como Solaris, parece cambiar según el estado de quien lo observe– es que para él la literatura fue un territorio de liberación, de búsqueda de la verdad y de lucha contra los demonios interiores.
Y para que esto quede bien claro citémoslo una vez más:
Ser escritor no significa escribir bien (hay quienes escriben mal, como Roberto Arlt, o con un lenguaje poco literario, como Kafka, y sin embargo son grandes escritores), sino estar dispuesto a lidiar durante toda la vida con tus demonios interiores. Y esa lucha no puede ni debe ser impuesta desde afuera, sino que forma parte de la búsqueda o el encuentro personal de cada uno”.
Y para eso, claro, no hay manuales.




Pablo Silva Olazábal 




Bibliografía

Arendt, Hannah. Franz Kafka, revalorado. http://es.scribd.com/doc/79508119/hannah-arendt-ffranz-kafka-re-valor-ado (última consulta: 24 de setiembre de 2013).
Gandolfo, Elvio (compilador). Un Silencio Menos, Buenos Aires. Ed. Mansalva, 2013. 
Gilio, María Esther. Estás acá para creerme. Mis entrevistas con Onetti. Montevideo. Cal y Canto, 2009.
González, María del Carmen. Felisberto Hernández. Si el agua hablara. Estudio de su obra y de la recepción crítica en la prensa periódica y revistas (1942-1964). Montevideo. Rebeca Linke Editoras, 2011.
Greene, Graham. Una especie de vida (autobiografía). Buenos Aires. Ed. Sur, 1972.
Löwy, Michael. Kafka, soñador insumiso. México. Taurus, 2007.
Maia, Circe. Entrevista de Sandra López Desivo en el suplemento cultural de El País en http://www.elpais.com.uy/cultural/las-voces-de-la-realidad.html(última consulta: 24 de setiembre de 2013).
O`Connor, Flannery. Un arte de la encarnación. (Fragmentos de la conferencia "Naturaleza y finalidad de la narrativa", selección de Carlos María Domínguez) http://historico.elpais.com.uy/suplemento/cultural/textos/cultural_597345_111007.html(última consulta: 24 de setiembre de 2013).
Onetto, Gabriela. www.onetto.net/mario.html (última consulta: 24 de setiembre de 2013).
Silva Olazábal, Pablo. Conversaciones con Mario Levrero. Montevideo. Trilce, 2008, ampliado en ediciones posteriores en Santiago de Chile, Lolita Editores, 2012 y en Buenos Aires, Editorial Conejos, 2013.
Tani, Ruben. Etapas del Pensamiento en Uruguay 1910-1960. Montevideo. Hum, 2013.



Publicado en el libro Caza de Levrero (Rebeca Linke editoras, 2014)




[1] Stalker (1979), película de ciencia ficción del director ruso Andréi Tarkovski
[2] Etapas del Pensamiento en Uruguay 1910-1960. Ed. Hum. Montevideo, 2013.
[3] González, María del Carmen. Felisberto Hernández. Si el agua hablara. Estudio de su obra y de la recepción crítica en la prensa periódica y revistas (1942-1964). Rebeca Linke Editoras. Montevideo, 2011.
[4] Ruben Tani agrega más adelante que “la recepción de Felisberto se hace difícil en tanto su obra no pudo ser ubicada de modo inmediato en ningún esquema precedente ni fue comprendida, insertándola o ubicándola, en relación con autores o estéticas extranjeras prestigiosas e inmediatamente contemporáneas que los críticos o editores uruguayos parecen desconocer. En conclusión, nuestra crítica nacional –saliendo de la Historiografía, lo que no hace a su labor– ha tenido dificultades metodológicas o teóricas que les han imposibilitado el reconocimiento de los procedimientos estilísticos empleados por los artistas nacionales, así como de algunas estrategias narrativas innovadoras a las que  apelan nuestros artistas”.
[5] Me refiero a textos como La nutria es un animal del crepúsculo (collage) del libro Espacios Libres y a otros por el estilo.
[6] El texto más famoso de Felisberto al respecto, Explicación falsa de mis cuentos, carece de la vocación didáctica y transparente de Levrero y más bien echa misterio, y no luz, sobre el proceso creador.
[7] Un Silencio Menos, Ed. Mansalva, Buenos Aires, 2013. Compiladas y prologadas por Elvio Gandolfo reúne entrevistas realizadas a Mario Levrero en la prensa
[8] Silva Olazábal, Pablo. Conversaciones con Mario Levrero, Trilce, Montevideo, 2008, ampliado en dos ediciones posteriores, Lolita Editores, Santiago de Chile, 2012 y Editorial Conejos, Buenos Aires, 2013.
[9] En “Conversaciones con Mario Levrero”.
[10] Todas las cursivas son mías.

[11] Esto es llamativo porque contradice en parte la idea levreriana de que lo escrito “bajo inspiración” no se toca. De algún modo apunta a un área que no estaba presente en su prédica como orientador de talleres: su capacidad obsesiva para la corrección.
[12] Aquí también aparece otro límite al “fluir de lo inconsciente”, y al “monólogo narcisista”: la obligación de un lector establece el límite de su literatura, que como todo Arte se plantea la comunicación, y  por ende, la necesidad del Otro.
[13] Aquí otro límite al “fluir del inconsciente”: la necesidad de elaborar el texto para evitar obviedades y otras fealdades.
[14] Para quien esté interesado esta información está disponible en su totalidad en la web de Gabriela Onetto: www.onetto.net/mario.html
[15] Esta aclaración representa un importante matiz para gran parte de la poética desarrollada en los talleres por Levrero. Sus indicaciones van dirigidas a escritores que comienzan, por lo que la necesidad de “liberarlos” de las trabas hace que, por ejemplo, no hable casi nunca de la etapa de la corrección (tema que sí trata, aunque poco, en el libro Conversaciones…). Otro tanto podría decirse de otros asuntos y problemas que la escritura presenta en estadios más avanzados. 
[16] Aquí es inevitable recordar la frase de Onetti: “Todas las debilidades que se pueden encontrar en mis libros son debilidades de Onetti y son auténticas debilidades”.
[17]  Otra vez surge la necesidad de otros ojos enriquezcan la comunicación: lo “visto” en el interior de la imaginación del autor debe ser comunicado, y para saber si ello se logra es necesaria la confirmación del “exterior”.
[18] Que los personajes “se muevan solos” era para Graham Greene –lo cuenta en su autobiografía “Una especie de vida”– la garantía de que la novela, que él comparaba con un avión, “había dejado de carretear y levantaba vuelo”.
[19] Entrevista a Circe Maia de Sandra López Desivo en el suplemento cultural de El País. En http://www.elpais.com.uy/cultural/las-voces-de-la-realidad.html
[20] Franz Kafka, revalorado. 1948 en La tradición oculta. Ocho ensayos. Frankfurt, 1976.  
[21] Kafka, soñador insumiso, de Michael Löwy. Taurus. México, 2007.